Las segundas oportunidades en Wad-Ras
Cinco reclusas de la cárcel de mujeres de Barcelona explican cómo trabajan su reinserción y sus planes para cuando salgan de prisión. La mayoría de las presas cumplen condenas por tráfico de drogas y hurto, y dos de cada tres han sido víctimas de violencia machista
[Artículo y fotos extraídas en su totalidad del diario El Periódico, por Ximena Borrazas]
Adentrarse en la prisión de mujeres de Wad-Ras fulmina algunos tópicos sobre lo que una se imagina que es una cárcel. De entrada, las instalaciones, aunque antiguas, evocan a una escuela o a una bulliciosa familia. La cárcel barcelonesa -que funciona desde hace casi 40 años- acoge a 140 reclusas. La mayoría están encarceladas por tráfico de drogas y hurto. Algunas de ellas cumplen su primera condena. Otras son reincidentes. La directora de la cárcel, Soledad Prieto, explica que dos de cada tres han sufrido violencia machista y que la mayoría son arrastradas por sus parejas, quienes, una vez encerradas, se esfuman de sus vidas en más del 60% de los casos.
Más allá de sus historias, en Wad-Ras afirman que se toman muy en serio que las penas privativas estén orientadas a la reinserción. Aquí las segundas oportunidades toman forma de clases de idiomas y de formación profesional. Las historias (y planes) de cinco presas -Verónica, Diama, Nara, Azucena y Josielle- son también la historia de este centro que cerrará sus puertas en 2027.
Madre en prisión
Verónica, española de 35 años, cumple condena en el módulo de madres junto a 10 compañeras más y sus bebés. Ella tiene cuatro hijos, pero solo vive con el más pequeño, de apenas un año: en esta sección la edad máxima es de tres.
Es autora reincidente de hurtos, actividad, explica, a la que también está ligada su familia. «No quiero estar más lejos de mis hijos ni darles ese ejemplo», afirma. Sueña con un futuro como dependienta de una tienda de ropa. Si para algo le ha servido su paso por Wad-Ras es para «aprender a pensar más las cosas».
Sola en España
Diama fue encarcelada hace dos años por tráfico de drogas. Nacida en Italia, pero de origen senegalés, no tiene a nadie en España. En breve saldrá de permiso y sueña con un futuro como «entrenadora deportiva». «Cuando llegué aquí flipé porque venía de Brians y no tiene nada que ver: el día de mi ingreso me recibieron con un plato con una hamburguesa y chuches», afirma Diama, de 25 años.
La condena, afirma, la ha vivido como un volantazo en su vida: ha temperado su carácter y ha ganado madurez. «Si no pasaba por aquí no iba a mejorar», afirma. Uno de los motivos por los que hizo ese «click», explica, es que, tras su ingreso, su madre no le habló durante seis meses. «Me sentí muy abandonada y tremendamente arrepentida», afirma. Tras la inflexión, se apoyó en el deporte y en los funcionarios, «un sostén psicológico clave».
Infancia turbulenta
Nara, brasileña de 35 años, tuvo una infancia turbulenta. Su madre la abandonó con apenas dos años y fue adoptada por una familia que jamás le habló de su origen y que la violentaba físicamente. Pese a ello, salió adelante y ejerció de periodista cultural y de productora de un programa televisivo. Su futuro prometía horizontes amplios hasta que le llegó la propuesta de un viaje a España. Al aterrizar en Europa la policía del aeropuerto encontró cocaína en su maleta. Ella aún mantiene que desconoce el origen de la droga.
Su estancia en el centro ha sido una «total montaña rusa de emociones». Tiempo atrás, tras la muerte de sus padres, descubrió a través de videollamadas con personas de su confianza en Brasil que ella había sido adoptada de pequeña. Para Nara, la estética es un asidero de normalidad y una promesa de futuro. Incluso en las videoconferencias con sus allegados nadie diría que está presa por cómo luce. Cuando salga en libertad, señala, volverá Brasil para dedicarse al mundo de la belleza. Durante su condena, ha hecho cursos de estética y ha descubierto una nueva pasión.
Debido a que muy pocas personas en Brasil saben de su situación, Nara ha preferido no aparecer retratada en este reportaje.
Nara recuerda a una compañera, autora de esta obra, que se suicidó en la prisión hace un tiempo
Chicas muy jóvenes
Azucena, mexicana de 25 años, se encuentra en prisión preventiva desde hace un año y dos meses a la espera de un juicio que tiene pendiente por tráfico de drogas. Se enfrenta a una pena de ocho años, aunque ella asegura que es inocente. Durante mucho tiempo consumió drogas y se relacionó con personas de historial carcelario. Unos márgenes que se mueven entre el estigma y el olvido. Considera que se da poca voz a las personas que, como ella, están condenadas porque, si se diera difusión a estas realidades el Gobierno, afirma, tendría que actuar. «Tal cual está montado el sistema, muy pocas cárceles realmente sirven para reinsertar», señala.
Azucena
Josielle
Josielle, de 32 años, transmite con la mirada un profundo arrepentimiento. Por desesperación e impulsados, dice, por sacar a su hija de siete años adelante, ella y su marido aceptaron ser mulas y acabaron cayendo presos en España. Se encuentra en el centro penitenciario desde hace un año y su pena total es de seis.
Sin embargo, al haber cumplido la mitad, puede optar por una expulsión y así volver a Brasil. La condición es que no puede pisar la UE durante siete años. Si pudiera definir su situación en una sola palabra sería, sin lugar a dudas, «arrepentimiento». «No vale la pena hacerlo, la gente no ve las consecuencias, esto perjudica a la persona que lo hace y a todo el entorno, la familia sufre mucho», reflexiona Josielle.